miércoles, 24 de marzo de 2010

Nada que decir...mucho que contar

Se sentía confusa. No sabía exactamente en qué pensaba, pero si en que sentía.
Tenía claro que había actuado bien. Leal a sus principios y a “acuerdos verbales” previamente establecidos.
Sola, en su habitación pensaba en los riesgos de los pensamientos, pero estos no eran más que miedos que, había olvidado sentir pero que inevitablemente (o evitablemente pero no evadidos por ser firme a sus ideas) rondaban su cabeza.
Sabía que había secretos, y eso no le preocupaba. Le preocupaba equivocarse por no mantener la mente fría pero, no podría vivir con miedo mucho más tiempo.
Las cosas habían cambiado, y no porque necesitara cambios, sino porque el riesgo le excitaba.
Nunca había sido capaz de conformarse durante mucho tiempo con una misma situación, de hecho, necesitaba cambios para sentir que estaba viva y no dejarse llevar por la rutina. Sabía el riesgo en sus actos, e iba a afrontar la situación como viniera.

Sentía que la ponían a prueba, como si alguna vez se hubiera acobardado con los retos.
Sabía que podía desaparecer en cualquier momento, como de un zahir que perdura en la mente de las personas pero aleja el cuerpo de situaciones que le incomodan.

Ella era, ante todo, sincera y legal consigo misma y por muy tensa que se sintiera no dejaría de hacerlo nunca.
Habían vivido miradas cómplices en silencios que no necesitaban más que el sonido de las olas del mar para que perdurasen en el recuerdo.
Quizá esos y otros momentos o sensaciones eran lo que le impulsaban a continuar.
Tenía todo lo que quería y no necesitaba más, pero precisaba modificar aspectos de su conducta para que fueran afines a su pensamiento.
Recordaba cada una de las palabras que salieron de sus labios, sintiéndose cada vez más ella porque había aprendido a quererse y tener seguridad en sus actos.

Sentía el poder de la persuasión. Una persuasión que le llevaba a andar hacia un camino que no sabía a dónde le llevaría.
Necesitaba estar en paz consigo misma, que no quedaran cabos que pudieran ahogarla y necesitaba, como si de un barco de vela se tratase, que cada una de las cuerdas que sujetaban las telas estuvieran en su sitio, porque sino podría caerse y dejar de navegar.
Quizá la metáfora no fuera la más adecuada, ya que implicaba atar nudos y ella era viento entre las aguas, pero entendía perfectamente cuál era su situación y, aunque no pediría nada, ella si soñaría con navegar.
No le asustaba ahogarse por no saber nadar, tenía claro que el intento de mantenerse a flote y sentir como el aire acariciaría su rostro si su barco avanzaba, merecería la pena.

Tenía sueños, ilusiones y esperanzas. Después de todo un año de aprendizaje, llegaba otro de decisiones. Pero ¿Qué decisión era la correcta?

Claro estaba que habiendo construido el barco con sus propias manos solo faltaba soplar, y lo haría hasta que se quedara sin aliento. ¿De qué serviría vivir con los pulmones llenos de aire, pero sin ilusión por cumplir metas y llevar a cabo proyectos de vida?

No es que solo dependiera de él, nunca le gustaba dejar su vida en manos de los demás, pero sí le daría la importancia en su proyecto que él merecía. Había ganado una parte de su confianza y como toda buena acción merecía su recompensa.

Puede que el reforzamiento positivo tuviera su máximo significado en un momento así, o que la “acción- reacción- repercusión” fuese su mejor aliada.

Lo único que tenía claro es que no se quedaría frente al camino observando los dos desvíos para continuar. Pararía a verlos desde un punto de vista exterior al sentimiento y se decantaría por alguno de ellos.
¿Qué le depararía su elección?

Tenía algo a su favor: su persona y su forma de ver la vida. Y no competiría con nadie más que con ella misma.